El secuestro de la estatua ecuestre
Una grúa avanza por la calle solitaria
—la escoltan sirenas que rasgan las sombras—
y alcanza la plaza donde mora el dictador derrocado
por la parca inmisericorde y el olvido.
Es la mejor hora para arrancar avisperos
aunque hay guantes de policía
por si hace falta consolar nostalgias.
Cuatro operarios indiferentes
cruzan con eslingas la estatua ecuestre
que pronto se eleva por los aires
con un solemne redoble de motor.
(alguien sonríe ante la desproporción
de los testículos del animal y la cabeza del dueño).
La imagen es casi cómica:
el caballo parece asustado en un último relincho
y el jinete un muñeco indefenso ante el vaivén.
Un camión se lleva, bajo el anonimato de una lona,
al que durante años ha presidido la nación y la plaza.
Se le condena, según sentencia judicial, a cadena perpetua
en el rincón más apartado del almacén del museo municipal.
El silencio regresa con el repartidor de periódicos.
El muchacho despeja sus fosas nasales
con el intenso olor a desinfectante
de los aspersores que riegan el jardín
al pie del pedestal vacío.
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