La educación
El semáforo del paso de peatones está en rojo. Un chico y una chica, de no más de dieciocho o diecinueve años, caminan agarrados de la mano. Él lleva unas gafas de sol —aunque la tarde está rozando su final—, el flequillo de punta, una cazadora blanca con el cuello levantado, unos pantalones vaqueros caídos y unas zapatillas de deporte, seguramente de precio prohibitivo para una familia de clase media. Ella es muy bonita, su cara irradia una dulzura infantil que salpica las miradas clandestinas. Sus labios, gruesos y ligeramente pintados, prometen las cerezas de besos nuevos. Tiene los ojos grandes y marrones, como almendras. Su cabello, negro y muy liso, le llega a los hombros. Viste una cazadora de piel negra que estiliza su figura y una faldita corta. Tiene las piernas muy largas, cubiertas por unas medias negras, y calza unas botas con unos tacones de vértigo. En la mano libre lleva un cigarrillo a medio consumir. Avanzan ensimismados en su amor y no perciben el color del semáforo, ni se percatan de que el resto de peatones están detenidos. Una señora está a punto de llamarles la atención, pero para entonces se han metido en el asfalto. El conductor frena y toca el claxon, no por molestar, sino para que los jóvenes se den cuenta de la imprudencia y tengan más cuidado. Es un señor que conduce un viejo coche y que anda más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Con expresión de bonachón en su cara, menea la cabeza de lado a lado y sonríe, como suave reprimenda. Los jóvenes se quedan parados en la mitad de la carretera, cortando el tráfico. El chico lo mira desafiante y le muestra los dientes a la vez que le dedica un corte de mangas con gesto de chulería torera. Ella se dirige también al pobre hombre, que mira a través del parabrisas con estupor, como si fuera testigo de una escena irreal. La muchacha se lleva la mano a la entrepierna, sin importarle que su falda se eleve varios centímetros, se aprieta bien fuerte y le regala una frase acuñada finamente en las fraguas selectas de los burdeles más infames: “Me vas a comer el chocho, puto viejo”. Luego cruzan tranquilamente, como si nada hubiera pasado. El conductor arranca lo más rápido que puede, no sea que al chico, en una sobredosis de testosterona, le dé por sacar una navaja y apuñalarle allí mismo. Víctor M. Jiménez Andrada Publicado en Cáceres en tu mano, 13/feb/2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario