Hace frío por las calles del barrio antiguo. El olor de la leña recién quemada se derrama por las chimeneas y empapa el aire, haciéndolo más denso y cálido. Dos sombras cruzan un solitario adarve y alcanzan el Arco de la Estrella. Hay luces de colores que anuncian fiestas. La Plaza Mayor está engalanada y de la fachada del Ayuntamiento cuelgan adornos imposibles y brillantes.
Las dos sombras se dirigen a la primera puerta que encuentran. Golpean y nadie abre. Seguramente, por algún moderno video-portero alguien los observa y decide no responder. Son un hombre y una mujer, y por la pinta, parece que son extranjeros y pobres... — ¡Pobres a estas horas... Llamando para pedir limosna! No les abro—Alguien piensa en un acogedor hogar, también adornado, cálido, con una buena mesa preparada y una familia acomodada a su alrededor.
Van por todas la puertas y nadie abre. En un hotel, un amable recepcionista los invita, antes de abrir la boca, a irse de nuevo a la calle. — Lo siento, no queda ni una habitación —. Se fija en la mujer, y ve que está embarazada. —Sólo hacía falta que esta se pusiera a parir aquí, en la recepción, ¡con el jaleo que tenemos esta noche! — Piensa, mientras les echa fuera.
En la calle Pintores hay mucha gente. Antiguos villancicos se oyen en modernos equipos de sonido. Las luces de los comercios deslumbran en elaborados escaparates. La pareja sube sin que nadie repare en ellos. Ambos van descalzos, pese al frío. La mujer tirita y él se quita su raída y sucia chaqueta y se la pone a ella por los hombros, intentando hacer que guarde un poco de calor. Al pasar por la puerta de la iglesia ven personas que salen de misa. Se acercan a pedir ayuda, pero lo único que consiguen son un puñado de céntimos.
— No, muchas gracias señora... pero no, no queremos dinero, solo buscamos ayuda... — Dice el hombre con acento extranjero mientras la señora le da definitivamente la espalda sin hacer caso a sus torpes palabras.
Siguen su camino, lento y tortuoso. Llegan al paseo de Cánovas. Las luces y la música acompañan cada uno de sus pasos. Los comerciantes siguen vendiendo felicidad envuelta en brillantes papeles. Montones de personas recorren la calle. Una calle en la que no hay sitio para dos extranjeros pobres.
Se alejan del bullicio, del resplandor, del estruendo... Y llegan a un barrio de la ciudad. Es triste y no hay luces ni se oye el eco de la música. No hay nadie por la calle. La noche ha llegado ya a su centro, llenando de frío cada uno de los rincones. La mujer rompe aguas... no puede seguir caminando. El hombre la toma en sus brazos y tambaleándose llegan al portal de un pobre edificio. Empuja la puerta y la encuentra abierta. Al menos, en aquel portal se cobijarán del frío mientras ella da a luz.
El llanto de un niño quiebra el silencio de la madrugada. Los habitantes del edificio despiertan sobresaltados y bajan por la escalera para ver con sus propios ojos a un bebé recién nacido en brazos de su madre. La cara del pequeño es increíblemente bella, llena de paz, de luminosidad... de amor. La pobre gente, enseguida trae mantas, alimentos, bebidas caliente... Ofrecen su casa y abren sus puertas de par en par, para que la familia pueda pasar, al menos, la noche.
Entonces, ante el asombro y la incredulidad, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria los envolvió con su luz, y quedaron sobrecogidos. Un coro celestial alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a las mujeres y hombres de buena voluntad”... Y todos quedaron sumergidos en un sentimiento eterno de paz y amor.
¿Tenemos las puertas de nuestro corazón abiertas al nacimiento de Dios?
24 diciembre 2008
Víctor M. Jiménez Andrada