sábado, abril 20, 2013

Tomando Consciencia: Homofobia


El otro día quedé con un par de amigos a los que veo muy de vez en cuando. Nos tomamos un café, hablamos de nuestras cosas (en un espacio emocional que no nos cuesta crear cuando estamos juntos, olé por vosotros) y luego nos fuimos a tomar una copa a un local cercano. El chico que nos atendió era muy simpático y muy femenino, cosa que comentamos cuando se retiró. No recuerdo en qué contexto, porque he dicho que fue el otro día pero en realidad hará de esto como uno o dos años. Nada ofensivo, de eso estoy seguro, porque si no sí que me acordaría.

Antes de irnos Luis y yo fuimos un momento al lavabo y Manuel se quedó pagando la cuenta.

Al salir, Manuel preguntó '¿Sabéis lo que me ha pasado con el camarero cuando he pagado la cuenta?' a lo que Luis contestó 'Que te ha dado su número de teléfono'.

Fue un comentario jocoso, que me hizo gracia. Reacción que me hizo ser consciente de mi homofobia inconsciente.

¿Qué hay de gracioso en la idea de que un camarero que quizás fuera gay le diera su número de teléfono a Manuel? O, siendo más específicos, ¿qué le encontré de gracioso a la situación?

Pensando en ello, me parece que lo que me hace gracia, y a Luis y a Manuel, es que este hecho (imaginario) implicaría que el camarero piensa que Manuel también es gay, por la razón que sea (su forma de hablar, sus movimientos...).

Y eso nos hizo gracia.

Insinuar que alguien tomara a Manuel por gay nos hizo gracia. Al igual que nos habría hecho gracia si el objeto de la burla hubiera sido yo, o Luis.

Pero, ¿qué tiene de gracioso?

¿Es que considero que alguien gay es alguien inferior, y por eso implicar que sea gay alguien que no lo es me hace gracia?

Por más que lo pienso, lógicamente no le encuentro la gracia por ningún lado. Y, sin embargo, me hace sonreír. Lo que me demuestra hasta qué punto existe una homofobia inconsciente oculta dentro de mí.

De esta experiencia saco dos enseñanzas:

La primera, que no debo subestimar el poder del condicionamiento inconsciente por muy consciente que crea ser de determinados condicionamientos.

La segunda, que hay que ser infinitamente compasivo, pues yo soy el primero que debe ser compadecido.

jueves, abril 18, 2013

Pasando página

Cuando mi madre murió, bueno, no exactamente cuando murió, sino algo más tarde, mi padre nos dijo a mis hermanos y a mí que eligiéramos algo con lo que quedarnos de entre los colgantes y pulseras que le habían pertenecido. Yo, entre otras cosas, me quedé con un colgante de madera, muy lindo, que si mal no recuerdo le había traído mi hermano Manolo de Brasil. Era un colgante de varias piezas de madera, en listones redondeados que disminuían de tamaño conforme se alejaban del centro. La gente lo veía y me decía que era muy lindo. Incluso escribí un artículo sobre él.

El otro día lo regalé. Como práctica de no apego. Hace aproximadamente un año decidí ser más consecuente y ofrecer cualquier colgante o pulsera que llevara encima, si alguien mostraba algún interés por ello. Ese alguien a veces lo aceptaba como regalo y a veces no. El otro día un amigo me comentó que le gustaba el colgante que llevaba puesto, y se lo di.

Mientras se lo ponía le conté la historia del colgante. Me emocioné. Es difícil ser hombre algunas veces, este condicionamiento de 'Los hombres no expresan sus sentimientos y, por supuesto, no lloran' sigue estando muy presente en mí, así que no lloré desmesuradamente, pero sí que se me humedecieron los ojos. La mujer de mi amigo, en eso las mujeres también nos llevan ventaja, lo notó, y le tradujo a mi amigo la historia del colgante (yo hablando en inglés, ella traduciendo al bahasa). Me emociono ahora que lo escribo en papel.

Creo que también me siento culpable porque no sé hasta qué punto el no apego es el camino a seguir, y a lo mejor estoy traicionando la memoria de mi madre actuando de esta manera. Claro que probablemente este sentimiento de culpabilidad sea un truco del ego para reafirmar su identidad. Whatever.

El caso es que estoy pasando página. Que no significa olvidar a mi madre, creo, sino más bien que afloren mis sentimientos de pena, mirarlos a la cara y darme a mí mismo la oportunidad de aceptarlos.

martes, abril 16, 2013

La educación

El semáforo del paso de peatones está en rojo. Un chico y una chica, de no más de dieciocho o diecinueve años, caminan agarrados de la mano. Él lleva unas gafas de sol —aunque la tarde está rozando su final—, el flequillo de punta, una cazadora blanca con el cuello levantado, unos pantalones vaqueros caídos y unas zapatillas de deporte, seguramente de precio prohibitivo para una familia de clase media. Ella es muy bonita, su cara irradia una dulzura infantil que salpica las miradas clandestinas. Sus labios, gruesos y ligeramente pintados, prometen las cerezas de besos nuevos. Tiene los ojos grandes y marrones, como almendras. Su cabello, negro y muy liso, le llega a los hombros. Viste una cazadora de piel negra que estiliza su figura y una faldita corta. Tiene las piernas muy largas, cubiertas por unas medias negras, y calza unas botas con unos tacones de vértigo. En la mano libre lleva un cigarrillo a medio consumir. Avanzan ensimismados en su amor y no perciben el color del semáforo, ni se percatan de que el resto de peatones están detenidos. Una señora está a punto de llamarles la atención, pero para entonces se han metido en el asfalto. El conductor frena y toca el claxon, no por molestar, sino para que los jóvenes se den cuenta de la imprudencia y tengan más cuidado. Es un señor que conduce un viejo coche y que anda más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Con expresión de bonachón en su cara, menea la cabeza de lado a lado y sonríe, como suave reprimenda. Los jóvenes se quedan parados en la mitad de la carretera, cortando el tráfico. El chico lo mira desafiante y le muestra los dientes a la vez que le dedica un corte de mangas con gesto de chulería torera. Ella se dirige también al pobre hombre, que mira a través del parabrisas con estupor, como si fuera testigo de una escena irreal. La muchacha se lleva la mano a la entrepierna, sin importarle que su falda se eleve varios centímetros, se aprieta bien fuerte y le regala una frase acuñada finamente en las fraguas selectas de los burdeles más infames: “Me vas a comer el chocho, puto viejo”. Luego cruzan tranquilamente, como si nada hubiera pasado. El conductor arranca lo más rápido que puede, no sea que al chico, en una sobredosis de testosterona, le dé por sacar una navaja y apuñalarle allí mismo. Víctor M. Jiménez Andrada Publicado en Cáceres en tu mano, 13/feb/2013

miércoles, abril 10, 2013

Dicen que lo dijo Nelson Mandela dicen que no...Bueno, da un poco igual de quién sea el texto :))

"Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro miedo más profundo es que somos inconmesurablemente poderosos. Lo que nos asusta es nuestra luz no nuestra oscuridad. Nos preguntamos: quién soy para ser brillante, encantador, talentoso, fabuloso? En realidad, quién eres para no serlo? Jugar a ser insignificante no le sirve al mundo .No hay nada inspirador en encogerse para que los demás no se sientan inseguros a tu alrededor. Hemos nacido para poner de manifiesto la gloria de Dios que hay dentro de nosotros. Que no está sólo en algunos, sino en cada uno de nosotros. Y, al dejar que nuestra propia luz brille, inconscientemente le damos permiso a otros para que hagan lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia, automáticamente, libera a otros".