- Hola Diana, soy Enrique.
Llevaba unos días en Málaga. Había ido a finales de junio para ver a Little (cuando aún no se llamaba Little) y nos dedicábamos a ir a playas nudistas durante el día y a salir de farra por la noche. Yo más, porque el pobre de Sergio trabajaba montando estanterías para un centro comercial por las tardes y sirviendo copas en un garito por las noches. Aunque este último trabajo no le disgustaba mucho: conocía muchas chicas y los chupitos nos salían gratis.
- ¡Hola, qué tal! ¿Aún sigues por aquí?
- Sí, he decidido quedarme unos días más.
Mi plan original era pasar un par de días con Sergio y luego tirar para Granada; luego se apuntaron Eva y su hermana, y los dos días se convirtieron en cinco; luego vinieron Judit y la feria y me quedé diez días... Supongo que los planes están para cambiarlos. La transgresión debe comenzar por las propias normas.
- ¡Me alegro! ¿Quieres que nos veamos?
- Claro que sí. ¿Qué te parece si nos vemos esta noche en La Vinatería? Tienen un vino dulce que está muy gracioso. Luego podemos ir a bailar salsa y a ver a Sergio en el bar en el que trabaja.
Little curraba en un bar en el centro, no recuerdo cómo se llamaba, ya que ahora mismo estoy en Italia digamos que La Garbatella. Estaba siempre lleno, no era ni mucho menos fashion, era más bien un bareto como alguno de Malasaña o muchos de Lavapiés. Y tenían una carta de más de cien chupitos, que, como he comentado antes, nos solían salir gratis.
- ¿Cómo nos conocimos? ¿Fuera del bar?
- Tú estabas muy borracho.
- Ya lo sé, y no me acuerdo, por eso te pregunto.
- No fue fuera, fue dentro. Te acercaste a mí y me preguntaste si era alemana.
- ¿Y tú qué dijiste?
- Que no soy alemana. Soy checa.
- Me suena algo. ¿Y luego ya salimos?
- No, estuvimos hablando un rato. Y me dijiste que te daba igual si era alemana o checa, que lo único cierto es que tenía unos ojos preciosos. Y eso me gustó mucho.
- Bueno, ya sabes el dicho, que los únicos que dicen siempre la verdad son los niños y los borrachos.
Diana tenía unos ojos preciosos. Verdes como la hoja de marihuana, límpidos como un atardecer de septiembre en la isla de Menorca. En algunas horas del día tornaban grises; entonces era cuando más hermosa se la veía.
Terminamos la botella de vino y nos fuimos de bares. La salsa que conocíamos estaba petada de gente, pero nos tomamos un par de mojitos. Fuimos a otro bar y luego al garito de Sergio. Allí nos pusimos ciegos a chupitos y a copas. Avanzaba la noche, alternábamos con la gente. El bar se iba vaciando.
- ¿Dónde está el baño?
- Al fondo. Voy contigo.
Esperamos en la puerta del servicio de chicas a que quedara libre, luego entramos y cerramos la puerta. Era un baño algo pequeño, de unos dos por dos metros. Comenzamos a besarnos. Rodeaba sus anchos hombros con mis brazos, agarraba su trasero con ambas manos; ella dibujaba con sus dedos figuras imaginarias en mi espalda. Mordisqueé su cuello mientras acariciaba sus pechos por encima de la tela. Luego levanté su camiseta y su sostén. Recuerdo que me llamó la atención porque era (o me pareció) un sostén elástico. Era la primera vez que veía un sostén así. Le comí las tetas. Diana comenzó a acariciarme la polla sobre el pantalón. Dieron dos golpes en la puerta.
- ¡Un momento!, gritó Diana con los ojos cerrados. Me gustaban mucho sus tetas. Sabían a jamón.
Diana se sentó en el wáter, desabotonó mi pantalón y me bajó el boxer. Mi polla saltó como un resorte, y se la metió en la boca. Tenía rastas en el pelo, y desde luego, sabía chuparla. Me estaba transportando al séptimo cielo.
Como no teníamos mucho tiempo, la levanté y apoyé sus manos contra la puerta del baño, para evitar también que empujaran y la abrieran. Desabroché su pantalón con una mano mientras seguía acariciando su pecho con la otra. Luego acerqué mi mano a su boca. Diana comprendió y chupó mis dedos al tiempo que terminaba de bajarse la ropa. Luego volví a morderle el cuello y utilicé mis dedos mojados para lubricarla.
- ¿Tomas algo?
- ¿Cómo?
- Que si me pongo un preservativo.
- No, entra, entra.
Así que aparté a un lado su tanga negro y entré. Fue la polla. Diana tenía un culo grande, unas tetas justas y las curvas bien puestas. Había donde agarrar. Di unas cuantas embestidas lentas, disfrutando de su sabor, sintiendo mi polla en su coñito ardiente. Ella cerraba los ojos y se mordía los labios intentando no gemir demasiado alto. Volvieron a golpear la puerta. Esta vez fui yo el que gritó.
- ¡Un momento!
- Déjalos, se oyó decir a una chica, deben estar follando.
Diana y yo nos reímos. La verdad es que era una situación divertida. Borrachos, follando en los baños del bar, con un público impaciente porque termináramos el acto. Después de eso no duramos mucho más. Cuando acabamos esperé a que meara y salimos. Había dos chicas esperando.
- Podíais haberos dado prisa.
- Toda la que hemos podido. ¿Por qué no habéis entrado en el baño de tíos? Está libre.
Volvimos a la barra y pedimos otros dos chupitos. Nos volvimos a besar. Sergio andaba liándose con una chiquita rubita de ojos azules.
- Déjame las llaves, me voy para casa.
Diana y yo recorrimos las calles oscuras agarrados de la cintura, como dos enamorados, parándonos de vez en cuando en alguna esquina a satisfacer nuestro amor. Al llegar a casa pude desnudarla tranquilamente y detenerme en cada parte de su cuerpo. Me demoré en los hoyuelos de su espalda. Nunca hasta entonces había estado con una chica checa, y nunca he vuelto a estar. Disfruté mucho saboreando el momento.
Recuerdo que cambiamos varias veces de postura, y que repetimos mucho la del misionero alternando con momentos en que salía de ella, colocaba mi polla entre sus pechos y me regalaba una cubana inclinando su cuello para chupármela al mismo tiempo. Luego volvía a penetrarla en la misma posición. Recuerdo también que la cama hacía bastante ruido y cuando nos cansamos fui a la cocina a buscar algo de aceite para engrasar los muelles. El compañero de piso de Sergio me vio y se pensó que buscaba el aceite para practicar una penetración anal. Hay gente que tiene mucha imaginación. El aceite no hizo mucho efecto, así que al final tiramos el colchón al suelo y seguimos haciendo el amor. A pesar de eso durante unos días la gente del edificio (casi todo era gente joven que estaba de vacaciones) estuvo preguntando quién había estado haciendo ruido durante tanto tiempo. Que no habían podido dormir.
Después de eso Diana y yo nos vimos algunos días más, hasta que me fui. Ella trabajaba en Torremolinos, en una tienda de regalos para turistas. También hacía tatuajes de hena, aunque a mí no llegó a hacerme ninguno. Me quedaba con ella y pasábamos horas hablando de su país, de los lugares que habíamos visitado o de qué me gustaría ser de mayor. El último día, antes de irme, fui a comer a su casa. Preparó algo de arroz y luego hicimos el amor dulcemente, sabiendo que era la última vez. Después nos quedamos dormidos abrazaditos, en cucharilla. Al volver a casa me percaté de que me había olvidado una cadena de plata que siempre llevaba puesta y que me había regalado mi madre hacía años. Me gusta pensar que aún la conserva, y que cuando la ve o la cuelga alrededor de su cuello se sigue acordando de mí.