El año de la crisálida
Por aquellos días de primavera, la adolescencia hervía en mi en todo su esplendor. Quizás no tuviera más de trece años, muchas fantasías en la cabeza y terribles historias de amor no correspondido.
Los juegos de otros tiempos habían quedado olvidados, enterrados y desterrado por siempre. Los amigos seguían siendo los mismos, pero la forma de pasar el tiempo era muy distinta.
Tras la primavera, llegó el primer verano de mi etapa "adulta" o el último verano de mi niñez, según el prisma con el que se mire. Las sensaciones eran incómodas y en mi estaban ya bien despiertos los instintos naturales. Mi tiempo transcurría entre partidas eternas de Monpoly, penosos conciertos con un pequeño teclado Casio, y largas, larguísimas charlas con los amigos. Por entonces descubrí también la música. Los programas de radio comenzaban a tener sentido y empezamos a comprar alguna cinta que otra y también vinilos que aún hoy conservo con cariño. Aquellas desoladoras tardes mis pensamientos volaban entre notas musicales.
No arreglábamos el mundo en nuestras eternas conversaciones, para eso habría tiempo algunos años más adelante. De hecho, no creo tener consciencia entonces de los problemas que siempre nos rodean. Nuestras charlas distaban mucho de ser filosóficas, científicas o en algún modo útiles para otros fines que no fueran aplacar el fuego de nuestras hormonas.
Sí, hablábamos de chicas. Hasta hacía poco tiempo, las niñas eran seres extraños, que tenían sus juegos, su forma de ser tan distinta a la nuestra, sus cosas... Ahora las líneas, antes paralelas, comenzaban a tomar ángulos, comenzaban a buscarse irremediablemente en el espacio y en el tiempo.
Aquel verano, hubiera sido el novio de cualquier niña que me lo hubiera propuesto (yo era entonces demasiado tímido para proponer algo). Entendiendo el concepto de novios, el mero hecho de aceptarse mutuamente como tal. Lejos estaba entonces cualquier acercamiento de otro tipo. De hecho, recuerdo el "escándalo" montado por uno de nuestros amigos cuando besó en los labios a una chica. Aquello era lo máximo, lo inalcanzable, lo platónico, lo nunca visto. Nuestro amigo, tuvo que relatarnos muchas veces cómo lo hizo, como sabía su boca (seguramente a chicle de fresa), y qué sintió. Mi amigo se deshacía en el relato de un beso que no llegó a tres segundos, lo alargaba hasta el aburrimiento, lo estiraba como una goma, sintiéndose envidiado protagonista .
No sé si fueron años inocentes, pero eso me da igual. Fue lo que me tocó vivir y no me he planteado nunca nada al respecto.
Recuerdo perfectamente aquel verano. A parte de mi Casio PT20 y el Monopoly, por las mañanas jugábamos al baloncesto en la pista cercana de la Parroquia. Sudábamos de tal forma que terminábamos metiendo la cabeza bajo el chorro de agua, nada fría, de una fuente de hierro cercana. Algunas tardes las pasábamos en la piscina, mirando los cuerpos de toda fémina, como buitres hambrientos. De vuelta, alargábamos la tarde hasta entrada la noche, charlando, como siempre, en los alrededores de nuestra casa, en un lugar que llamábamos el muro. Allí nos sentábamos, como pájaros posados en un alambre, y allí pasaban las horas perezosas, hasta que alguien era llamado para irse a dormir.
A principios de septiembre de ese caluroso verano se celebraron las fiestas de la Parroquia, verbena incluida. Recuerdo con mucha ternura aquella noche del siete de septiembre. La música sonaba, nos habíamos puesto guapos para la ocasión, y fue quizás la primera vez que nos acercamos directamente a las niñas de nuestro barrio.
Aún conservo en el corazón aquel beso de presentación de Inma. Sus cabellos largos y rubios, ligeramente rizados. Su talle fino, casi espigado y sus ojos color miel. Su voz tierna y acaramelada. Inma estaba sudando ligeramente, como lo estábamos todos, y la leve humedad de su rostro al contacto con el mío despertó mis sentidos. Quizás fuera la primera "mujer" que me presentaran "formalmente". Mis manos se movían nerviosas como independientes del resto de mi cuerpo y mi boca solo balbuceó un tímido y ahogado "hola" que no escuchó ni el cuello de mi camiseta. Sonaba la canción de Suzanne, y siempre asociaré este tema a aquel encuentro.
La vida no fue justa con Inma, era una auténtica muñequita, que perdió la inocencia quizás demasiado pronto. No tardamos en verla convertida en una mujer, madre, y despreciada por un marido mayor que ella que el único mérito que tuvo fue quedarla preñada antes de cumplir los dieciocho. Hace años que no sé de ella. Hace años que quedó perdida en esos días que solo existen en la memoria.
Por aquellos entonces llegó Lola a mi vida. Mi dulce y tierna Lola. Nunca tuve un amor platónico más doloroso, duradero y horrible que el de Lola. Me pasaba las noches sin dormir pensando en ella, en su piel pálida, en su cabello corto y negro, en sus ojos profundamente oscuros. Escribía largas cartas de amor, que por supuesto jamás le entregaba, y fue la musa de mis primeros poemas. Leía a Becquer hasta aprenderme de memoria cada verso, escuchaba baladas tristes y ahogadas que me hacía sufrir, y ese sufrimiento me ensalzaba más aún, me hacía más fuerte en mi propósito de conseguir que Lola se fijara en mi. La perseguía por la calle y hacía cómplices de mis movimientos a mis amigos.
Fue una batalla perdida. Nunca hubo correspondencia. Estuve más de un año anhelando una respuesta que no llegó jamás, y cuando lo hizo, fue una negativa tajante.
Tras aquel verano empecé el Bachillerato, y dejé definitivamente mi vida anterior atrás. Una tarde de domingo, cambiamos sin planearlo la reunión en la sala de juegos por una cerveza, la primera, en un bar de la Plaza Mayor. No olvidaré nunca aquel sitio, que luego frecuentamos cientos de veces; ni aquella cerveza, que sin tomar más que la mitad, llegó a producirme cierta resaca a la mañana siguiente. La sensación de haber echo algo que no debía, me llenó a la vez de arrepentimiento y libertad. Comenzaba a jugar a ser adulto.
Durante ese curso la discoteca New People nos marcó a todos de alguna manera. Comenzamos a ir a las fiestas que por la tarde de viernes y sábado se organizaban. Allí nos juntábamos toda una generación. Mi generación. Allí esperábamos pacientemente a que la música cambiara a ritmo de lentas para sacar a bailar a la chica de turno. Allí sentí baladas como Still Loving You de Scorpions, Last Christmas de George Michael o Cruz de Navajas de Mecano. Allí recibí negativas firmes y tajantes cuando me atrevía a pedir algún baile y allí bailé por primera vez con una chica, que era la prima de uno de mis amigos, unos años mayor que yo. Entonces no vi en ella el gesto de compasión y piedad que seguramente tuvo.
Poco tardó luego la vida en curtirme y en hacerme más firme y decidido. Como cazador de amores imposibles fallé varios blancos, pero la experiencia me sirvió para afinar la puntería hasta tal extremo que en la primavera terminé saliendo con una chica, la primera, pasando por encima de otros rivales, que además de rivales eran amigos.
Mi corcho de inocencia estaba totalmente perdido y mi perspectiva de las cosas era muy diferente. No es que hubiese madurado, ni mucho menos, pero la pequeña crisálida que habitaba en mi, había salido ya transformada de su letargo, pero eso es otra historia.
v.m.j.a.
julio 2006