viernes, febrero 13, 2009

Besos de sangre

“Me esclavizo en ti, aunque el duro látigo de indiferencia, con el que arrancas mi carne macilenta, me abre el alma de dolor. Lamo tu puño de acero aun sabiendo que un día lo usarás para aplastarme la cabeza. Te odio, pero te amo por encima de todo, y lo demuestro besando con ternura tus labios crueles. No puedo vivir sin ti y no puedo pasar un segundo más contigo. En ese mortal equilibrio pasan, lánguidos, mis días...”

Escribía estas líneas con las lágrimas inundando mis ojos, cuando un tremendo portazo anunció la llegada del hijo puta. Otra vez borracho y fuera de sí. Dando voces, me buscaba en la penumbra en la que me intentaba, en vano, ocultar. Me encontró, por supuesto. Agarró mi cuello, ya lleno de señales anteriores y aplastó mi maltrecho cuerpo contra la pared, tirando estruendosamente uno de los cuadros del salón. Estrelló su puño en mi cara. Mi boca se torció escupiendo sangre y dientes arrancados. Me soltó y caí de rodillas en el suelo. Aprovechó mi posición para patear mi cabeza.

Todo se nubló...

... Llegó la mañana.

El sitio en el que caí fue mi lecho esa noche. El tarareo de una cancioncilla me despertó. El hijo puta estaba delante de mi, con un vaso de agua y un analgésico, canturreando tranquilamente.

– Perdona lo de anoche, cariño, pero ya sabes que a veces pierdo los papeles. Tu sabes que te quiero con locura. – Su sonrisa hipócrita me producía náusea. – Toma esta pastilla y estarás como nueva.

Cubrí la cara con mis manos y no quise mirarle más.

Se marchó a trabajar, con su inmaculado traje chaqueta, con su impecable porte, con su sonrisa galante, su simpatía y su fama de buen hombre. Luego vendrían las flores y las disculpas, luego vendrían los besos... malditos besos con sabor a sangre.

v.m.j.a

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