jueves, junio 30, 2011

Las naranjas

El suelo del parque se cubría de oro. Las hojas de los árboles describían, en su caída irremediable, trayectorias indefinidas al capricho de la brisa. Cada mañana, el servicio de limpieza las retiraba, pero a las pocas horas un nuevo manto reemplazaba al anterior.

Isabel paseaba despacio de vuelta a casa. Sentía bajo los pies el crujido de la alfombra vegetal. En su cabeza aún resonaba el eco de las olas de un mar muy lejano y el sabor salado de los últimos besos. Aquellos días habían transcurrido perfectos y dulcemente monótonos, pero formaban parte del anaquel de cosas pasadas. Ahora la realidad se teñía del color gris plomizo de un cielo que amenazaba lluvia. Con las primeras gotas, Isabel aceleró el paso. No le gustaba llevar paraguas.

Llegó a casa empapada. Se quitó la gabardina y la dejó caer descuidadamente al suelo. En el cuarto de baño, se secó el cabello y se vistió con ropa limpia. Luego preparó un café bien cargado y se entretuvo en el conocido paisaje que le ofrecía la ventana de su habitación. Llovía con más intensidad. Pronto sintió que las espesas nubes llamaban con fuerza a la puerta. Querían inundarla de nuevo. Esta vez no dejó que las lágrimas brotaran. Se puso en pie y se dirigió a la cocina. Sobre la mesa descansaba un cesto lleno de naranjas. Tomó una en las manos y la acarició con ternura. En ese instante, un rayo de sol cortó el cielo.

Víctor Manuel Jiménez Andrada
Publicado en narrativabreve.com

miércoles, junio 15, 2011

Tratado de paz

Consideró la nota en su buzón como una declaración de cese de hostilidades. La recibió con cierto alivio pensando que, tal vez, aquello significaba el principio del fin. Los días anteriores habían sido los más turbios de su vida. Sufría horriblemente las consecuencias de una guerra abierta y larga. Pasaba las mañanas pegado al teléfono, mantenía largas conversaciones que desembocaban en discusiones inevitables, quedaba con ella para tomar algo al salir del trabajo y se terminaba repitiendo la misma escena. Las buenas intenciones iniciales pronto se veían eclipsadas por el filo agudo y cortante de los reproches. Las noches eran penosamente largas y solitarias. Cuando conseguía dormir, un puñado de pesadillas venía a debilitar sus escasas defensas. Cada amanecer, las sábanas empapadas de sudor le recordaban fragmentos de un pasado mucho más agradable. Se preguntaba una y otra vez cómo habían llegado a ese punto después de tanto tiempo.
Añoraba los besos, pero no sus besos. Una noche de viernes, traicionó lo poco que quedaba en el cuerpo de una amante alquilada que se marchó con el primer reflejo del amanecer. Aquello solo sirvió para intensificar el dolor y para calmar, escasamente, el deseo animal que yace bajo toda piel.
El sobre en el buzón guardaba las semillas de un futuro incierto y necesario. En la nota, además de una despedida abundante en palabras y parca en contenido, le pedía varios libros, una pulsera y una fotografía, la de su graduación. Le pareció todo correcto, excepto la fotografía. Los libros pertenecían a ella, igual que la pulsera. El resto de los regalos no se devolvía, ese era el trato. Pero la foto se la quedó, no por la evocación de otros tiempos felices, sino a modo de botín de guerra.
Preparó todo en una caja decorada de cartón, la llamó y quedó con ella en una cafetería céntrica. Acordaron aquel sitio neutral y frío para su última reunión. Tomaron un café y charlaron, esta vez sin discutir. Consideraban que todo había acabado y que de nada valía escupir palabras infestadas de veneno. Las heridas estaban abiertas pero ya no fluía la sangre. Le entregó la caja, le dijo que se quedaba con la fotografía y ella torció el gesto, aunque no le contestó. Salieron de allí, charlaron un minuto más en la puerta, se besaron en la mejilla como despedida y se marcharon cada uno por un lado.
Apenas había caminado unos segundos cuando se dio la vuelta. No pudo distinguirla entre la gente que llenaba la calle a esa hora de la mañana. Sintió que la había perdido para siempre arrastrada por una corriente de vidas anónimas.
Cuando la noche cuajó el horizonte de la ciudad con su manto tupido, la soledad le golpeó con más fuerza que nunca. No le apetecía quedarse en casa ahogado en la tristeza que lo acechaba y salió a la calle. Sin pensarlo, se dirigió al viejo bar que solían frecuentar años atrás. Todo seguía igual, la misma decoración, la misma luz, la misma música y las mismas camareras. Se sentó en un taburete y pidió una copa. Recordaba, con nostalgia, las famosas noches de otros tiempos. Entonces la vio en la otra punta de la barra. Fumaba distraída con los ojos clavados en la nada. Se acercó lo suficiente para que sus miradas terminaran cruzándose. Ella sonrió y sin decir nada se lanzó a sus labios. Le respondió con el mismo calor y salieron de allí de la mano. Se prometieron que sería nada más por esa noche, pero aún hoy siguen juntos. El camión de la basura no pudo frenar a tiempo mientras cruzaban la calle.

Víctor Manuel Jiménez Andrada
Publicado en La Tribuna de Albacete (6/3/2011)

miércoles, junio 08, 2011

(Casi) 5 años de Vícaro

Dentro de poco, Revista Vícaro cumplirá cinco años como blog. Fue inaugurado con el post Menos porros y más Jungle el 19 de diciembre del 2006, y como Víctor nos recordó hace tiempo, estas cosas hay que celebrarlas. Así que hemos pensado en publicar una edición con una selección de los artículos aparecidos a lo largo de estos cinco años, que quizás tenga el formato que tenía la antigua edición en pdf de vícaro (si quieres acceder a los números antiguos, yo también, habrá que hablar con carlos, pero como está ilocalizable... Quizás bombardeando su correo, que está en su página web, a la izquierda en la sección de Otros Blogs Interesantes...) o quizás tenga un formato de libro y otro html para manejarlo mejor... no sabemos todavía, aún queda mucho tiempo aunque éste al final siempre se nos echa encima y por eso lo empezamos a mover ahora. También porque últimamente estamos muy inactivos y como la idea es que elijamos las historias a publicar entre todos, hablando de ellas en los comentarios de esta entrada, de esta manera podemos releer o leer de nuevo estos posts antiguos mientras esperamos a publicar entradas nuevas.

Yo para empezar propongo la lectura de una de las a mi juicio, mejores entradas, si no la mejor, publicada en este sitio, Las Cárceles del Alma.

Podéis dejar vuestras sugerencias en los comentarios. Si no sabéis cómo poner el hiperenlace, decid el título o de qué va y ya nos encargaremos alguno de nosotros de enlazarlo.

martes, junio 07, 2011

Alexis, el águila

Alexis, el águila, se jubiló del trapecio el día que sus manos, agarrotadas por la artrosis, no pudieron con el peso de su cuerpo. Le costó resignarse y se llevó más de un susto cuando, en algún doble mortal, sus dedos no conseguían aferrarse con la firmeza de años atrás. Charles, el viejo jefe de pista y dueño del circo, percibió el problema de Alexis, pero nunca se atrevió a decirle nada. El carácter orgulloso y áspero del trapecista era un muro infranqueable para cualquiera que le llevara la contraria, aunque fuera con buena voluntad.
La vida del circo era dura y Alexis tuvo que ejercer otros oficios para subsistir. Durante una temporada se encargó de la taquilla, pero discutía constantemente con los clientes. Una calurosa tarde de junio, dejó la venta de entradas para liarse a golpes con un tipo tan violento como él. Aquello terminó con Alexis en un coche patrulla, la función arruinada y la paciencia de Charles derramada por la arena.
Nadie sabe lo que pasó por la cabeza de Alexis la noche que estuvo en el calabozo, pero a la mañana siguiente parecía otro. Habló con Charles y llegaron a un acuerdo. Tres semanas después, en la pista central, debutó con bastante éxito un nuevo payaso. Alexis saboreó con intensidad la vieja frase que todo artista de circo se sabe de memoria: “El espectáculo debe continuar”.


Víctor Manuel Jiménez Andrada

publicado en Un Rato para un Relato. Rumor Visual, Cáceres 2010