lunes, octubre 01, 2007

Hace tiempo que no leo a Proust

Y lo estoy notando. Todo empezó unas navidades de hace algunos años. Acababa de leer un libro de Francisco Umbral (creo que es el único libro suyo que me he leído, aunque me gustó mucho) titulado Mis mujeres. En él entrevistaba y reflexionaba sobre distintas mujeres conocidas de la época, y entre ellas se encontraba Ana Belén. Una Ana Belén de veinte años que leía a Proust. Fíjate, pensé, que llevo tiempo queriendo leer a este tío, y ahora leo una entrevista de hace treinta años y aparece su nombre. Así que se lo comenté a una amiga, y esas navidades Baltasar me trajo el primer volumen de la heptalogía En busca del tiempo perdido, titulado Por el camino de Swann.

Al principio fue horroroso, no había por dónde cogerlo. Por aquella época tomé la costumbre de leer varios libros al mismo tiempo, y me apliqué a dicha tarea con más ahínco aún. Es que era lentísimo. Qué digo lento, simplemente no sucedía nada. Muy aburrido. Muy contemplativo.

Afortunadamente, como he comentado, iba alternando diferentes lecturas, y a Proust le iba dando cancha de vez en cuando, encuentros breves, pero frecuentes. Aprovechaba los desplazamientos cortos, en metro o en autobús, para leer unas cuantas páginas. Me gustaba su estilo, pero me aburría mucho. Párrafos interminables sobre luces, recuerdos y sensaciones; frases que ocupaban páginas enteras... vosotros ya me entendéis. Cuando iba por la mitad del libro creí descubrir por qué no había contado nada hasta ese momento. Normalmente, una novela dedica su primera parte a describir los personajes y sus situaciones, luego viene el nudo, y finalmente el desenlace. Haciendo un cálculo subjetivo, digamos que a la descripción se le suele dedicar un 15-20% de la novela. Pues bien, más o menos a la mitad de Por el camino de Swann, Proust, creo que hablando de Gilberta Swann, comenta someramente una situación que describirá con más detalle 'en uno de los libros posteriores'. Es decir, que el tío ya sabía a priori que iba a dedicar varios volúmenes a su historia. Y haciendo un cálculo rápido y tomando por buenos los porcentajes de los que hemos hablado, como mínimo iban a ser cinco, si todo ese primer libro lo dedicaba a descripciones.

Así que me armé de paciencia y todo continuó igual hasta cierto día que cogí un cercanías para ir a Tres Cantos. Estaba leyendo un párrafo interminable sobre la luz que, a cierta hora del mediodía, se reflejaba en el campanario de Batenville, y dividiendo su esencia en distintas tonalidades, a veces anaranjadas, a veces, ocres, caía de nuevo sobre las gotas de rocío que mantenían su precario equilibrio entre las verdes hojas de los árboles a los que aún no había atacado el otoño, permitiendo a su vez que miríadas de ruidosos insectos... Insoportable. El tren paró, miré por la ventana y ahí estaba: la luz que caía en tonos anaranjados y ocres sobre las gotas de rocío que aún mantenían su precario equilibrio... Me quedé embobado. Y aún observé algo más: el contraste entre las zonas del árbol donde el sol se reflejaba de forma directa y sus sombras. Fue una revelación.

Desde entonces sigo leyendo a Proust, siempre a ratos, por supuesto. Afortunadamente, hacia el final del primer libro y en los subsiguientes tomos se hace más entretenido, en parte porque por fin suceden cosas, en parte porque las descripciones que realiza son más bien de caracteres y comportamientos. Y en este sentido Proust es un maestro, además de ser un tío muy divertido. Por otra parte, el hecho de ser tan contemplativo tiene un efecto tranquilizante sobre mí que, cuando llevo un tiempo sin experimentar, echo mucho de menos, como ahora. Así que en breve retomaré el quinto tomo, La prisionera, el cuál llevo leyendo desde hace aproximadamente un año, y me sumiré de nuevo en el ritmo pausado, el análisis psicológico de los personajes y la contemplación de las relaciones sociales en el París de finales del siglo diecinueve. Eso sí, en pequeñas dosis.

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