miércoles, agosto 01, 2007

La casa vieja

La casa está vacía. Durante años estuvo habitada, pero ahora, duerme en la calle con un eterno y descolorido cartel de “se vende” colgando, con descuidados alambres, de uno de sus balcones. Su estado deja mucho que desear. Sus muros, antes de blanca cal ahora están sucios y descascarillados. Las tejas aparecen invadidas de hierbajos y restos mugrientos acumulados con el paso de las estaciones (hojas de varios otoños yacen en el mismo sepulcro). El canalón, que recorre de parte a parte la fachada, en peligroso equilibrio, amenaza con caer. Las ventanas del piso superior, con los cristales rotos y los marcos desencajados muestran su abandono más vergonzoso. La puerta principal, de madera basta, deja ver, sin escrúpulos, las diversas capas de pintura recibida a lo largo de los años, y las barandillas y el resto de elementos metálicos se deshacen lentamente en óxido áspero y rojizo. En el interior, las sombras reinan por todos los rincones y la humedad, en un acto de crueldad, trepa por las paredes hinchadas y agrietadas. El moho brota por las hendiduras, como heridas abiertas, sangrando un verdeazulado néctar de vida que es muerte.

La imagino hace cincuenta años, o quizás muchos menos, cuando llena de vida, rebosaba luz. Niños correteando por pasillos largos, el olor a puchero en la cocina -guisos antiguos- donde el barro y el fuego hacían todo el trabajo. Una mujer afanada en limpiar y en hacer la comida y en mantener cada rincón con una pulcritud exquisita. Cierro los ojos y veo el calor de la chimenea en los inviernos largos y las eternas tardes de siesta, en las partes más fresca y sombrías, en los veranos cálidos. Sonido, ruido, color, luz y vida, sobre todo vida.

Desde la fachada no se ve, pero hay en el interior un patio, no muy grande, pero sí generoso de vegetación. Ahora está en pleno abandono, ocupado por malas hierbas que ahogan las últimas ramitas de lo que fue un jardincillo cuidado. En el centro, un naranjo, que ahora sin podar, sigue dando su fruta a imaginarios habitantes. Las naranjas que caen se pudren, hasta la inexistencia, perdidas en un mar de desechos y olvido.

Me pregunto cuándo salió su último habitante. Supongo a un anciano o anciana, último morador, sumido en las sombras, viendo cómo el tiempo lento, se le va a cada segundo, y sintiendo, como la vida, se escapa deprisa, aun con la agónica monotonía de los días grises.

Luego, el último de los heredero, sin ganas de hacer resurgir el antiguo esplendor de la casa, se la deja ir, y la venderá al mejor postor, a quién deseé volver a hacerla renacer o a quién la quiera solamente por el solar que ocupa. Entonces, cualquier constructora la comprará, para derribarla y hacer en su lugar algún feo edificio que desentone insultantemente con el resto de la calle, con el resto de las casas, que aunque viejas, conservan la vida en su interior más íntimo.

Dejará de existir y con los últimos escombros, se desvanecerá la propia historia, la ilusión desmedida de los primeros habitantes, las alegrías y los nacimientos, las enfermedades, la muerte, el abandono, la esperanza y , por supuesto, la vida.


Víctor M.
agosto 2007

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