1984
Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha consumido sustancias diversas. Es un acto instintivo: consumir para sobrevivir. La experiencia nos permitió valorar y clasificar estas sustancias en función de su uso: curativo, introspectivo, por placer... Hasta épocas relativamente recientes, su consumo (excepto algunas excepciones) nunca estuvo perseguido. Sin embargo, en este último siglo, la prohibición de determinadas sustancias ha constituido un caballo de batalla constante entre la clase gobernante y los grupos que defienden su legalización. Analicemos cuáles son las causas de esta situación.
Una de los enfrentamientos más significativos fue el que, en el siglo XIX, desencadenó las dos guerras conocidas con el nombre genérico de “Guerras del Opio”, entre China, por un lado, e Inglaterra, Francia y EEUU por el otro. China utilizaba el opio ya desde el siglo XIII estrictamente por motivos medicinales. Los mercaderes portugueses introdujeron su uso en el país como artículo de placer, pero fue la Compañía Británica de las Indias Orientales la que, en el siglo XVIII, inició su importación masiva al país asiático. Rápidamente el opio se convirtió en el artículo de consumo más demandado entre la población China, y un motivo de preocupación para sus gobernantes, quienes contemplaban aterrados no sólo el deterioro económico de sus ciudadanos (y por consiguiente el del país), sino también su deterioro físico. Ante esta situación, decidieron restringir estrictamente el comercio externo, para impedir la entrada de opio al país. Esta medida provocó en 1840 el bombardeo de Cantón por parte de los ingleses, y la toma de diversas ciudades costeras, como Amoy y Shangai. Entre las condiciones de paz firmadas por ambos países, figuraban la cesión de Hong Kong a Inglaterra, el control de las aduanas por parte de los cónsules extranjeros y el fin del monopolio de los mercaderes chinos, con lo que el opio siguió entrando en China, pero sin que el estado percibiera renta alguna. Tratados similares fueron firmados posteriormente con Francia y EEUU.
Es curioso observar cómo tres de los países que más han influido en la conciencia mundial de hoy en día con respecto al tema de las drogas, cuando les interesó sostuvieron una postura radicalmente opuesta a la actual.
¿Tiene alguna base el estado prohibicionista en el que vivimos ahora? Es una farsa total ampararse en el supuesto daño para la salud, cuando sustancias tan dañinas como el tabaco o el alcohol gozan de total impunidad legal. Bien es cierto que muchos gobiernos occidentales han iniciado una campaña para prevenir el consumo de tabaco (no así el de alcohol, a pesar de ser éste más ‘duro’ que el primero), pero me inclino a pensar que se trata más bien de una ‘concesión a la galería’ ante la creciente concienciación social sobre la discriminación de tratamiento que sufren otras drogas más ‘blandas’, como el cannabis. Por otra parte, la tan manida ‘salud pública’ también puede ponerse en tela de juicio. Como bien dijo la cantante Vanessa Paradis (y probablemente alguna otra persona antes que ella), “nadie se fuma un porro y le pega luego una paliza a su mujer”. Holanda, Suiza y Bélgica son claros ejemplos de políticas antiprohibicionistas que están dando buenos resultados. Entonces, ¿cuál es la verdadera razón para el mantenimiento de una política antidroga tan represiva?
Bien, por supuesto, existe una base económica: de la misma forma que los ingleses exportaban opio desde la India cuando en China estaba prohibido, actualmente es mucho más productivo ilegalizar drogas como la heroína y la cocaína (el dinero que mueven estas sustancias en el mercado negro multiplica lo que producirían si fueran legales) o el cannabis (pregunten si no a los productores norteamericanos de lino y algodón el beneficio económico del que gozan desde que, a principios del siglo XX, el Tribunal Supremo de EEUU decretara su prohibición – Tax Act Marihuana Prohibition, 1937, Washington – dando comienzo a una campaña a nivel mundial que, mayormente, nos ha conducido al estado prohibicionista en el que nos encontramos ahora). Pero, además de esa base económica, probablemente exista otra razón, que encontramos analizando la historia del hombre a lo largo de los siglos.
Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha estado dominado por una élite poderosa, que ha guiado y decidido el destino del pueblo. Desde los primeros jefes de tribu, pasando por los señores feudales, hasta los dictadores de nuestros días, parece que siempre hemos necesitado algún ente superior que nos dijera qué hacer y qué no, lo correcto y lo que está mal. Esta especie de consciencia común ha sido siempre asumida por ambas partes, por un lado el pueblo, y por otro, llamémosle la ‘élite inconsciente’. Inconsciente porque, al igual que el pueblo, su asunción del estado de las cosas es instintivo, y, por tanto, no puede plantearse de otra manera. Debido a la naturaleza finita del hombre, nuestra visión del mundo es totalmente local, tanto en el espacio como en el tiempo. Las cosas son así porque es lo ‘normal’, desde que nacemos hasta que morimos vivimos de una forma, todo lo que nos rodea, nuestros padres, amigos y conocidos viven igual, tienen las mismas preocupaciones, los mismos objetivos, las mismas penas, y quien intenta vivir de otro modo, o cambiar el estado de las cosas, es considerado un loco, o como mal menor, un tipo raro. Si a esto le añadimos que durante siglos los cambios han sido mínimos, se refuerza la idea de que “el estado actual de las cosas es el correcto, el que siempre ha sido y el que siempre debe ser”. Esta especie de ‘inconsciencia colectiva’ (y tomo prestado el término de Carl G. Jung, aunque expresamos cosas distintas) se ha servido de distintos mecanismos para mantener un estado constante, con mínimas variaciones. De entre estos, sin duda el más influyente ha sido la religión, básicamente una serie de normas sobre lo que se puede hacer y lo que no, que han trascendido el ámbito espiritual para integrarse en el ámbito social. Aún hoy en día tenemos claros ejemplos de la influencia de la religión en algunos países musulmanes, en los que la ley se rige por premisas religiosas, y en los países occidentales, donde, afortunadamente, cada vez dicha influencia es menor, y la separación entre religión y estado es cada vez más tangible.
Analicemos occidente, con la religión cristiana como base moral y de comportamiento durante los últimos diez siglos. El consumo de sustancias enteógenas como base de conocimiento resulta un peligro potencial para el sistema de normas imperante; el pueblo debe seguir estrictamente las reglas que dicte la iglesia, protegida por el estado, y no se permiten pensamientos independientes que cuestionen lo más mínimo las creencias establecidas (esto, curiosamente, choca de lleno con la intención que, según estas mismas creencias, movió a Dios a poner al hombre sobre la faz de la Tierra, que era precisamente dotarle de libertad y capacidad de decisión). Los enteógenos proporcionan una visión del mundo que contradice en gran parte la visión impuesta por la religión, y que puede llevar a replantearse el papel de Dios y el hombre en el mundo (de ahí la palabra enteógeno, ‘llegar a ser dios’, o, en una traducción más libre, ‘llegar a ver como dios’). Esto es totalmente inadmisible para la Iglesia, que, excepto en lo que representa al alcohol, sacramentado por el mismo Jesús, siempre ha combatido este tipo de sustancias y de ritos asociados, tachándolos de satánicos y persiguiendo su uso y su consumo.
¿Y hoy en día, en el que las prácticas religiosas han perdido mayormente su influencia en el estado (hasta cierto punto) y en la sociedad civil? ¿Qué mecanismos de control se emplean, y cuál es su relación con el estado de prohibición?
Bien, de la misma forma que, el siglo pasado, la religión era el ‘opio’ del pueblo, ahora no existe un mecanismo predominante, aunque sí podemos distinguir una combinación de elementos que consiguen que aceptemos nuestra vida tal y como es, sin plantearnos la posibilidad de vivir de otro modo o bajo otras reglas. Entre éstos podemos distinguir el trabajo, que nos esclaviza ocho horas diarias (mínimo), la mayor parte del tiempo sin ser fuente de realización personal; la televisión, que dispara información sin contenido, y a la que cada vez se le dedica más tiempo de ocio (el soma de nuestros días); y, en general, elementos que consiguen que estemos demasiado ocupados para pensar, abrir los ojos y darnos cuenta que hay mucho más de lo que nos han enseñado y hemos vivido hasta ahora. Su objetivo es que no haya ni un instante libre para la meditación. Incluso en los pequeños aunque claramente insuficientes lapsos de tiempo que transcurren mientras nos desplazamos dentro de la ciudad, se emplean técnicas de distracción y entretenimiento que captan nuestra atención y consiguen que el tiempo dedicado a la introspección sea nulo. En Madrid, por ejemplo, como en otras muchas capitales europeas, las estaciones de metro se están llenando de televisores con publicidad y ‘noticias’, ruido al fin y al cabo, que cumple su función específica por y para el mantenimiento del sistema.
Ante todo esto, el uso de la marihuana, hongos psilocíbicos, plantas sagradas, proporcionan una fuente de conocimiento extra que se aparta de las fuentes tradicionales y que, como ya hemos discutido anteriormente, es considerada ‘peligrosa’ por las instituciones establecidas. Tal vez, algún día, esas mismas instituciones abran los ojos y, con el empleo responsable de estas sustancias, consigamos crear un mundo más justo, solidario y libre para todos.