El violinista
Toca y vuelve a tocar. Las manos, seguramente agrietadas del frío, siguen arrancando melodías hermosas al violín. A sus pies, la funda abierta del instrumento, sirve de improvisado recogedor de fortunas (más bien con escaso éxito). Pongo una moneda, él me sonrie agradecido. Pero el que tiene que agradecer soy yo, por llenar con su música, el hueco infernal que deja la ruidosa multitud anónima que surca la calle.
Desgraciadamente, otras veces, paso a su lado y ni siquiera lo intuyo. Demasiadas cosas en la cabeza, mucha prisa y escaso tiempo para sentir, aunque sea por un momento, los pequeños placeres que la vida nos da. Me convierto entonces en parte de esa multitud, en una gota más de agua, que se deja arrastrar por una corriente, que nos lleva a la nada.
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