jueves, julio 31, 2008

Fuego

Las paredes negras y las cortinas de negro terciopelo grueso contrastaban con la palidez de su cuerpo desnudo, de manera que parecía emanar luz de cada poro de su piel. Su sonrisa preciosa, casi infantil, contenía en cambio la dulzura de una maldad deliciosa. Sus ojos, sin embargo, no disimulaban, que su color miel no era más que la antesala de un infierno de fuego.

Alargó la mano hacia mí y me dejé llevar. Acercó sus labios a mi oído y susurro algo parecido a un hechizo, del que recuerdo las palabras amor, tentación, lujuria, dolor y profundidad. Luego mis ojos solo fueron para ella. El fuego llegaba a cada rincón escondido de su cuerpo. Puñales candentes se clavaban en mi alma, y me sentía desposeído de todo pasado.



Tomó mi mano y me dejé guiar entre las cortinas. Llegamos a una sala un poco más grande, de color negro, iluminada por hachones que dibujaban sombras alargadas por todos lados, que se movían como espíritus de otros tiempos, quebrados por terribles tormentos, por el peso de pecados no confesados. Allí encontramos a Magdalena, la maestra del círculo del principio y el fin, en su eterno altar, tan pálida como la luna, tan bella como la mar, tan mágica como la propia vida. Abrió sus brazos hacia nosotros y sus ojos verdes y transparentes nos llamaron hacia ella sin que de su boca entreabierta saliera palabra alguna.

Fundimos nuestros cuerpos en un abrazo tierno, cálido, suave y eterno. Entonces, nuestras almas se evaporaron y subieron a lo más alto, entremezclándose como el humo de tres volcanes.

8/dic/2007
v.m.j.a.

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