Se están portando bien. No puedo decir lo contrario. Me han ofrecido para cenar lo que quiera. Por un momento se me ha pasado por la cabeza pedir tallarines a la boloñesa, mi comida favorita. Un gran plato de jugosos tallarines, con su tomate y su abundante carne, regado todo ello por un vino tinto suave. Inmediatamente viene a la cabeza la figura de mi madre, su sonrisa bondadosa, su cariño... y no puedo soportarlo. En esos momentos lo que menos quiero en mi mente y en mi corazón es el recuerdo de los míos, y menos, mucho menos de mis padres. Quiero que esas horas previas al desenlace sean aséptica, sin recuerdos, sin historia y por supuesto sin los fantasmas del pasado que en las últimas semanas no me han dejado dormir.
Finalmente pido un par de yogures. Me insisten amablemente en que solicite cualquier cosa que me apetezca, pero en estos momentos ya no deseo nada. Mi hambre y mis ganas de seguir viviendo se evaporan entonces en el mismo instante. Suplico, con toda la educación que puedo, que respeten mi decisión, y así lo hacen. Me traen dos yogures y apenas llevo a mis labios un par de cucharadas, grandes arcadas me sobrevienen. Tengo que correr al váter, y allí vacío lo poco que queda en mi estómago. Mi boca se llena de amargos jugos, como las amargas horas que me tocan vivir. Las náuseas no cesan y el dolor de estómago se hace tan intenso que me doblo sobre mi. Entran para ayudarme. Intentan ponerme en pie, pero me siento mareado, muy mareado. La paradoja de la preocupación por mi estado de salud, me hacen reír, en mi mente, porque mi cuerpo está lo suficiente maltrecho ahora como para no demostrar ni la más irónica y escondida de las muecas.
Me tumban sobre la cama. La cabeza me sigue dando vueltas y me ofrecen un calmante ("para que pases bien la noche"). Es curioso el grado de humanidad que despierta un hecho tan inhumano como quitar una vida. Rechazo las pastillas, prefiero pasar esta noche, al menos, consciente.
No soy inocente, y nunca he sollozado suplicando perdón como lo he visto hacer a tantos otros criminales. Tengo aún dos dedos de frente para saber que solo soy merecedor de mi propia suerte, pero ahora, en este último momento, reconozco un miedo atroz. Pienso en la no existencia que me espera, en el momento de la muerte y cómo, superada la barrera de la vida, se disiparán para siempre las preocupaciones, los problemas, el dolor y la propia maldad. En realidad, creo que no debo preocuparme por nada, y sin embargo, ahora vienen a mi memoria de nuevo mis seres queridos. Los imagino fuera, en la intemperie, aguantando la lluvia de las últimas horas, mojados y muertos de frío, agarrados a una imposible esperanza. Pienso ahora que la condena no ha sido para mi sino para ellos. Mi daño, el dolor que he desatado no lo estoy pagando yo realmente. Son ellos los que arrastran su pena, son ellos los que han destrozado su vida, son ellos, los que en realidad, están pagando con su sufrimiento todo mi mal. En ese mismo instante, deja de tener sentido mi condena. ¿A quién se castiga?. ¿a mi?. Mañana a estas horas no sentiré nada absolutamente, no seré nada, no sufriré... Pero los que quedan, los que me sobrevivan y aún guarden en su corazón un trozo de mi recuerdo, seguirán llorando cuando el sol se ponga de nuevo.
* * * * * * * *
El amanecer llega lentamente, tras una noche larga, muy larga, en la que no he pegado ojo. Me he arrepentido de no haber tomado los tranquilizantes. Hubiera sido todo más rápido. Esta vigilia eterna no ha servido más que para hacer que mi sufrimiento se haga más profundo y agudo.
Recibo con agrado la visita de un sacerdote. Hace años que olvidé las oraciones que me enseñaron mis padres, pero guardo aun el respeto suficiente a ese viejo Dios, como para permitir a mi lado a uno de sus emisarios en esta podrida Tierra. Charlo con él abiertamente y comparto mis reflexiones. Se limita a escucharme. Ya nada tengo que ocultar y muestro mi alma desnuda y transparente, descargando el peso de mi culpa en las palabras, pero no la angustia que me ahoga. Ahora sí me lamento, y llego a sollozar y me acuerdo de otros compañeros que pasaron por este mismo trance, ahora mi arrogancia se ha desvanecido y soy más humano y vulnerable que nunca: "Voy a morir y sólo tengo treinta años". "Voy a morir por algo que hice hace más de ocho años". "¿Esto es una condena o una venganza atroz?". "¿Se puede rectificar un daño haciendo aún más daño?". "¿Se puede compensar a una familia rota destrozando a otra familia inocente?". "¿De qué sirven estas preguntas, para alguien que va a morir en menos de media hora?". Mis ojos están llenos de lágrimas. El sacerdote se limita a poner su mano sobre mi hombro, en un gesto que intenta animarme y transmitirme resignación y consuelo. Pero ahora estoy desesperado. Le oigo murmurar una oración. Me bendice y se marcha. Me quedo solo un instante que me parece un mundo. Todo está ralentizado diabólicamente. Todo es tan lento.
No aguanto la soledad en este momento de angustia espantosa y de dolor sin límite. Tanto es así, que casi agradezco la presencia de la visita que recibo. Es la muerte encarnada en tres funcionarios que me van a acompañar a dar el último paseo de mi vida. No son los que siempre han estado trabajando con nosotros y apenas los conozco de vista. Supongo que evitan en estos momentos cualquier vinculación emocional. Me parece muy oportuna la medida. De esta forma es todo mucho más diáfano y ningún sentimiento se puede interponer en el inevitable camino a seguir.
Me pongo en pie y me dirijo por el pasillo hasta la estancia maldita donde me espera el final. Las piernas me tiemblan y apenas puedo caminar con firmeza. Dos de los vigilantes, comprensivos, me llevan casi en volandas por los brazos. Saben por lo que estoy pasando, o al menos lo intuyen, y me ayudan a dirigirme al patíbulo.
Ha sido todo muy rápido. Lo lento de las horas precedentes ha desembocado en una ráfagas de pequeños hechos que me llevan ahora a estar tumbado con los brazos extendidos y atados con unas correas de cuero y una aguja clavada en mis venas. Ya no siento nada. Ni arrepentimiento, ni pena por los que atrás dejo. Absolutamente nada.
Oigo la orden y veo como el líquido pasa a través del catéter encharcando mis venas. Me entra un sueño terrible. Me pesan los párpados. Sé que no despertaré y sé que con mi muerte, no se remediará nada, absolutamente nada.
(v.m.j.a.) 10/sep 2007