El Labrador
En Camino Llano, a media calle, había un bar que se llamaba el Labrador. Al entrar en el viejo chiringuito daba la impresión de estar en una casa de labranza. El dueño, un señor ya entonces entrado en años, siempre tenía una sonrisa y una palabra agradable para todo el mundo, y eso que tenía un asombroso parecido con otro señor, de sonrisa menos agradable y menos simpático que gobernó en este país hace ya unas décadas.
La mujer de este señor era el alma de la cocina y el buen hacer y siempre le acompañaba en la tarea de regentar el negocio.
Al fondo siempre estaban encendidas unas buenas brasas sobre las que había pinchos con trozos de tocino, panceta, salchichas o lo que tocara. Así que al pedir una cañita, el buen señor obsequiaba a los parroquianos con unos jugosos trocitos de carne rica en sabor y colesterol, pinchaditas en un fino alambre, recién sacadas de la brasa, con todo su jugo, que hacían la delicia de cualquiera.
Pasé allí muchas horas, unas veces con amigos, otras con la novieta. Entonces mi capital de estudiante no daba para mucho y el Labrador era uno de esos sitios de los que podías salir cenado sin necesidad de desembolsar mucho dinero. Recuerdo las generosas raciones de patas de calamar. Con eso, los pichos, unas patatas fritas y una buena jarra de cerveza éramos felices. Aunque las sillas estaban un poco viejas y el mantel era de plástico transparente, pero esos detalles poco importaban.
Luego el buen señor se jubiló y traspasó o arrendó el bar, pero aquello perdió todo su encanto.
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