La gran biblioteca
Internet es una gran biblioteca. Miles de palabras, formando legajos y legajos de ciberpapel inundan sus estantes electrónicos. Pero lo realmente maravilloso es que cualquiera, en cualquier lugar del mundo, con un ordenador conectado se puede asomar a cualquier rincón de esta inmensidad.
Yo estaba ese día matando el tiempo en una navegación a la deriva. Buscaba sin saber el qué y leía al azar fragmentos de los más variados temas. Otras veces, detenía mi mirada en fotografías, o me dejaba seducir por algún diseño flash en el que alguien anónimo buscaba su lucimiento.
Fue entonces cuando vi aquel poema. Estaba en un foro de poesía, donde escritores desconocidos dejaban trozos más o menos acertados de sus obras. Aquellos versos me llamaron enseguida la atención. Eran de una belleza sublime, de una crudeza impresionante, de una profundidad abismal. Hablaba del amor y el dolor, tema redundante en todos los poetas, pero lo hacía desde una perspectiva nueva para mi. Enseguida lo hice mío, pues parecía retratar mis propios sentimientos.
Quise saber quién lo había escrito, pero en la cabecera solo un nombre lo identificaba: Luna.
Me quedé profundamente apenado. No podía localizar el alma que había derramado tan precioso poema, escondido entre la maraña de la red.
Esa noche me fui a la cama soñando con Luna. Imaginaba una mujer, con el rostro difuso, entre nieblas, cuyos indefinidos rasgos me atraían. Pero veía sus manos con toda nitidez. Unas manos jóvenes, de largos y finos dedos. Tomaba entre ellos una pluma y sobre un papel blanco comenzaba a escribir.
Me levanté sabiendo como iba a localizar a Luna. Aún con los vapores del sueño merodeando mi cabeza. Me senté frente al ordenador y tecleé en el buscador el primer verso completo del poema. Exigí una búsqueda precisa, para que aquel verso fuera exacto. Así aseguraba que ante mi aparecerían aquellas páginas en las que había sido escrito ese y solo ese verso.
El buscador me mostró varios resultados, y fui consultando, frenéticamente, una tras otra las páginas. La mayoría eran nuevos foros de poesía, en los que se duplicaba el poema, siempre con la misma firma Luna. Pero cuando comenzaba a desesperar en mi búsqueda hallé una página en la que escritores desconocidos dejaban su perfil y algunas obras. Allí estaba Luna o mejor dicho Lucrecia Acosta, de Venezuela, de veinticinco años. Junto a estos datos su e-mail y varios poemas suyos. Pasé media mañana deleitándome en la lectura de aquel puñado de versos. Todos ellos eran maravillosos. Desnudaban mi alma y llegaban a lo más profundo y escondido de mi corazón.
Cuando miré el reloj era cerca de la una del mediodía y aún no había tomado ni el café. Llevaba más de cinco horas pegado a la pantalla, imprimiendo cada verso por el afán de poseerlos en papel. Decidí entonces escribir a Luna o Lucrecia. Me había enamorado profundamente de sus versos y se lo tenía que decir.
Me pasé las dos horas siguientes redactando mi carta. Debía estar a la altura de las circunstancias. Me deshice en elogios, alabé cada palabra, cada sonido y cada sentimiento que expresaban los versos.
Cuando me decidí a enviar mi escrito, ocupaba ya tres páginas. Me aseguré que partía de mi bandeja de salida y se iba a la carpeta de elementos enviados. Y me quedé delante de la pantalla como esperando que mi remitente contestara de forma inmediata.
Ha pasado ya casi un año desde aquel primer envío, y digo primero porque reenvié bastantes más veces la carta. Nunca obtuve respuesta. Los poemas siguieron ahí, en las mismas páginas, su perfil y dirección de correo siguió sin cambio, pues miles de veces entré a comprobarlo, pero Luna o Lucrecia, si es que así se llama, nunca me contestó desde Venezuela, si es que ese es su país.
1 comentario:
bienvenido víctor, que encuentres a luna, dondequiera que esté
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