Miguel releyó el poema un par de veces. Lo había encontrado en su habitación, mezclado con los papeles que le gustaba conservar, principalmente cartas y otras cosas que escribía cuando tenía tiempo y le apetecía. Tiempo no tenía mucho, por el trabajo. Tenía que dejar ese trabajo y buscarse la vida de otra manera. Otra vez el tema de la creatividad.
Esos versos le gustaban especialmente. Se los había escrito a una novia de Barcelona que le había dejado hacía tiempo, pero aún le dolía. Recordar la relación era al mismo tiempo placentero y doloroso, como hundir un cuchillo afilado en una apetitosa tarta de chocolate, sólo que él era la tarta de chocolate. Curioso cómo el tiempo, a pesar de curar muchas heridas, mantiene algunos sentimientos frescos y a flor de piel, incluso potenciándolos.
Le entraron ganas de llorar. Últimamente le entraban a menudo ganas de llorar, no continuamente, pero casi. Ganas de tumbarse en el suelo hecho un ovillo, abrazarse a sí mismo, ganas de dormir y no pensar en nada. De dejarlo todo y marcharse. De irse.
Si fuera mujer, pensó, quizás me estuviera viniendo la regla. Y si estuviera escribiendo un libro, mejor no reflejar este pensamiento. Se me echarían todas las feministas encima.
Volvió a pensar en la chica del poema. Su nombre era Judit, y se habían conocido en Madrid, durante la representación de una obra de teatro en la que ella tenía un pequeño papel. La compañía, barcelonesa, seguiría de gira por toda España tras una breve estancia en la capital, y luego retornaría a la citat condal, pero a pesar de que sabían que tendría que acabar, o quizás precisamente por eso, los dos meses que pasaron juntos en Madrid fue de lo mejor que a Miguel le había pasado en la vida. Todo fue muy sencillo desde el principio; muy buen feeling, nada de malos rollos, sinceridad total el uno con el otro y sin apariencias. Nada de presión. Qué diferencia con muchas otras de sus anteriores relaciones, cuando prácticamente cada palabra que decía tenía que pasar cientos de filtros, conscientes los menos, e inconscientes los más, para evitar pisar una mina oculta en un campo plagado de contradicciones.
Con Judit no había dobles intenciones ni significados ocultos. Todo era como deslizar una balsa por un lago de aceite.
Se veían un rato a la hora de comer, y por las noches, al acabar las representaciones. Aunque los dos preferían las zonas de La Latina o Malasaña, para salir de marcha solían ir a Huertas, ya que, como decía Miguel, la pachanga era lo mejor para divertirse. Además, allí tenían un par de garitos de salsa, de la que Judit era una enamorada. A Miguel no es que le entusiasmasen, pero la cosa cambiaba si su pareja era Jud. Otras veces iban directamente a casa de Miguel, donde, tras una agradable cena acompañada de un buen vino y un par de canutos, pasaban las horas hablando de cine, música, arte o temática social (áreas en las que ella, a pesar de ser seis años más joven, le daba bastantes vueltas; él lo sabía, y le encantaba dejarla hablar mientras observaba sus dulces labios de melocotón, mecerse con el suave murmullo de sus palabras, adornadas con ese inconfundible acento catalán, dejarse noquear por la coherencia de sus razones y la contundencia de sus afirmaciones.
- La diferencia entre hombre y mujer es totalmente subjetiva, totalmente social. Por supuesto, existe, pero no en la dimensión que se le ha dado históricamente.
Miguel en esos momentos no sabía qué decir. Se sentía empequeñecido, como un niño al que toda la vida han estado engañando y que veía el mundo por primera vez.
- Mientras no cambien las actitudes individuales, el mundo no va a cambiar. Da igual que exista discriminación positiva, mientras no asumamos que la discriminación es algo que no tiene que estar ahí y actuemos como tal, no cambiará nada.
- Pero… la discriminación positiva lo que intenta precisamente es que no haya discriminación. Cuando durante un tiempo se ha estado abusando de un extremo, la forma más rápida de recuperar el equilibrio es forzar no sólo hasta el centro, sino más allá de éste.
- No, no. Las mujeres tendríamos que estar convencidas de nuestros derechos, y no depender de derechos extra inventados por los hombres, como si fuera un favor, como si no pudiéramos valernos por nosotras mismas.
Estas discusiones solían terminar cuando los dos estaban ya demasiado fumados para seguir razonando. Entonces veían una peli en el portátil de Miguel, o repasaban las escenas que Judit tenía que representar al día siguiente. Más tarde dormían el uno junto al otro, de forma plácida y serena. A veces Miguel la observaba mientras dormía, su respiración profunda y tranquila, su piel suave y ondulada. Hasta que le conoció, Judit no dormía bien por las noches. Le gustaba dormir con él. Le daba seguridad.
‘Los estados alterados de consciencia son muy divertidos, ¿verdad?’, preguntaba Miguel cuando salían de un bar de la zona, una de tantas noches que se emborrachaban juntos y se volvían a casa cuando ya no había sitios a donde ir. Judit simplemente sonreía, y se abrazaba a él, y cerraba los ojos, dejándose llevar por las calles del barrio. A veces se paraban en alguna esquina, o se metían en un portal, y representaban la primera escena de lo que más tarde, al llegar a casa, sería una noche de amor ininterrumpido, con sus correspondientes actos en las escaleras o el ascensor del piso de Miguel.
Y así pasaron los dos meses, sin compromisos adquiridos pero sí asumidos. El último día, cuando la acompañó al tren que llevaba a su compañía a Zaragoza, ella le abrazó y le dijo llorando que no quería irse. Él le miró a los ojos sonriendo, y le dijo, ahora te marchas, pero no te vas, y la besó. Y después de eso, dos años de relación a distancia, ella en Barcelona, él en Madrid, a veces él en Barcelona, ella en Madrid. Lo mejor de esa época fueron sin duda los últimos meses, Judit aprovechó un final de obra que coincidió con el principio del verano y bajó a verle, allí cogieron el coche y se fueron veinte días al norte de Extremadura, a una casa en medio del monte que les dejaron unos amigos de Miguel. Sin electricidad, sin agua corriente, dando largos paseos por la sierra, haciendo el amor bajo las estrellas. Por la mañana les despertaba el canto de los pájaros a través de la ventana abierta de par en par. Se quedaban un rato en la cama, disfrutando de la sensación de no ser aún, bañados por el sol, dejando que la pereza gobernase sus deseos, acariciándose sin urgencia bajo las sábanas, permitiendo al cariño tomar posesión de la mañana. Más tarde, cuando éste abdicaba a favor de la dulzura, solían levantarse y caminar hasta alguna garganta cercana, donde se refrescaban, tomaban algo de vino y disfrutaban de los goces que les deparaba la tierra. Miguel recordaba especialmente uno de esos días, cuando cogieron el coche y condujeron carretera arriba hasta el último pueblo, el Guijo de Santa Bárbara. Allí compraron un par de botellas de licor (de gloria y de frambuesa, Miguel lo recordaba bien), pan, queso y lomo, y subieron caminando hora y media hasta la garganta de El Trabuquete, una poza de cinco metros de profundidad y un diámetro de unos diez metros, con el agua congelada, como todas las gargantas, lo que hacía del sumergirse, salir tiritando y tumbarse al sol sobre la piedra caliente uno de los placeres terrenales más exquisitos para Miguel. Judit parecía un ángel, con los brazos extendidos, los ojos cerrados, los pechos libres de la esclavitud del sujetador, lista para zambullirse desde una altura de diez metros, el sol resbalando por su piel, las gotas de agua aún acariciando sus senos. A Miguel le entraron ganas de poseerla allí mismo, entre las rocas, como dos amantes inmortales, fundiéndose con la naturaleza, con el origen de los tiempos. Algo parecido debió pensar el chico que se encontraba allí cuando Judit y Miguel llegaron, y su pareja debió notarlo, ya que un momento después, y a indicación de ella, recogieron sus cosas y se fueron. Y Miguel y Judit se quedaron solos.
El final del verano lo pasaron en Barcelona, ella tenía trabajo y Miguel la acompañó. Fue también una buena época, disfrutando del mar y la compañía de los amigos de Judit. En Barna Judit era distinta, más libre, más plena, como si la visión infinita del mar expandiera sus sentidos. En casa de Teresa Miguel les dio a probar los hongos por primera vez. Los tres se lo pasaron muy bien, aunque Judit se preocupó un poco cuando Teresa comenzó a reírse y a llorar al mismo tiempo, pero se tranquilizó cuando su amiga le dijo que lloraba de felicidad. Algún tiempo más tarde le confesaría que esa noche había observado de forma muy clara el discurrir de su propia vida hasta ese momento, comprendiendo lo insustancial que había sido en muchos aspectos, y que estaba muy contenta de que Miguel fuera su chico.
Pero la felicidad no dura eternamente, en octubre él volvió a Madrid, Judit hizo un intento de traslado pero no funcionó, no era su ciudad, y él tenía demasiadas ataduras como para pensar en moverse. Duró hasta Navidades. Judit regresó a Barcelona con la promesa de volver. Durante el mes de enero, Miguel la sintió cada vez más distante en sus conversaciones telefónicas. Judit le decía que no se preocupara, que lo que tuviera que ser, sería. Y, en febrero, ella le dejó.